PRELUDIO.
La
muerte está cerca. ¿La sientes? Está de camino y parece que ya llega. Puedo
sentirla, puedo olerla. La bestia ha despertado de su sigiloso letargo.
Aquella sombra que hablaba en
susurros mientras salía de un hondo agujero cavado en la húmeda tierra,
dirigiéndose hacia la impenetrable oscuridad de la noche, escuchaba atenta,
como si realmente estuviera prestando atención a la llegada de la parca. Como
si realmente pudiera sentirla.
Se agachó en el suelo frente a
una enorme caja que contempló durante segundos, cerciorándose de que todo
estaba en orden en su interior. Tomó las manos de la joven y las cruzó sobre su
pecho, con sumo cuidado, como si el cuerpo ya estuviera muerto.
Cerró sus párpados, cuyos ojos
segundos antes aparecían desorbitados en sus cuencas y continuó con su tétrica
función, depositando la caja en el hoyo, una vez cerrada a martillazos.
Mientras que con una pala tiraba arena encima de la tierra recién cavada,
seguía hablando en aquella voz fría de pesadilla, carente de emociones, plagada
de locura.
Shhhh,
ya llega. Pronto habrá culminado todo. Tendrías que verte, pareces una bella
princesa, la princesa de la muerte. Tú la bella, y yo la bestia.
SOMBRAS EN LA NOCHE
Era de noche, pero no solo en el
anochecer residía lo oscuro, pues la oscuridad también se alojaba en cualquier
resquicio posible de allanar. Se encontraba en cada sombrío rincón, en cada
etéreo sonido, en cada tétrico silencio, envolviéndolos en su manto de infinita
opacidad.
También habitaba en las almas que
descansaban eternamente en aquel siniestro lugar. Un lugar donde, a veces, el
silencio de la muerte inundaba todo lo demás.
El paisaje nocturno que se cernía
sobre el emplazamiento, no era demasiado alentador. La luz de la luna era
inexistente y las estrellas parecían haber desaparecido en la inmensidad de su
hogar, o tal vez quedaban cubiertas por la densa niebla que paseaba por el
mundo aquella noche.
La oscuridad era tan lóbrega como
las entrañas de un bosque en penumbra, tan sombría como una lucha sin luna y
tan negra como el aura de un demonio. Tan tangible era, y tan opaca.
Aquel hombre llamado Fausto,
conocido también como “El guardián de los muertos”, atraído irremediablemente
por una resonancia inverosímil, abrió la puerta de la cabaña donde vivía desde
hacía más de veinte años, con aquella expresión singular dibujada sobre su
rostro extrañado, cuyas cejas aparecían arqueadas y prestando atención a
cualquier sonido que le resultase desconocido.
El viento azotaba con la fuerza
de un látigo allá donde osaba llegar y la música que producía en su incesante
movimiento era casi ensordecedora; su brisa se colaba por cualquier resquicio
que pudiera hallar, provocando aquel molesto chirrido. Soplaba en todas
direcciones colándose también entre las ramas de los árboles, meciéndolas en
aquel extraño e hipnótico baile. Las hojas caídas eran arrastradas por la
brisa, la gran verja negra de la entrada se balanceaba, vibrante, y las flores
depositadas sobre las tumbas oscilaban, frenéticas, al ritmo del viento
huracanado.
Hacía demasiado frío y, a
sabiendas de que había algo que le inquietaba, volvió sus pasos atrás como si
nada le hubiera interrumpido. Pero de pronto lo oyó de nuevo y, temeroso, se
acercó al cristal empañado por el frío. Era imposible ver nada, así que, con su
propio hálito, deshizo el vaho ayudándose con la mano, intentando otear a
través de aquel hueco recién creado, contemplando el oscuro paisaje que le
rodeaba, escrutando a su alrededor y sabiendo que algo estaba fuera de lugar,
algo que no encajaba en el esquema. Había algo extraño e inquietante flotando
en el ambiente.
Abrió el ventanal, lo suficiente
para asomar la cabeza y agudizó el oído, atento, adentrándose en los sonidos de
la noche.
La música producida por aquellos
elementos parecía un augurio, un mal presagio. Siguió prestando atención entre
aquella tétrica melodía inarmónica, en aquella postura inmóvil, con la cabeza
ladeada como si así pudiera escuchar mejor. Sabía que algo estaba mal pero
desconocía de qué se trataba.
Era como escuchar una canción y
sentir que una de sus notas se había infiltrado entre el resto, pues no formaba
parte de la partitura. O como si un músico tocase su canción y una de sus notas
estuviera desafinada. Eso era precisamente lo que él buscaba: aquella hilarante
nota infiltrada en aquella melodía siniestra. Pero seguía sin encontrarla, sin
poder aislarla del resto. Tal vez, debería esperar a que se produjera de nuevo.
Así que desistió en su búsqueda infructuosa, cerró con fuerza el ventanal
luchando contra la potencia del viento y dirigió sus pasos hacia el sillón
donde momentos antes de su interrupción, se encontraba leyendo un grueso libro.
Fue dejándose llevar por las palabras, sucumbiendo poco a poco ante la
inminente llegada de Morfeo.
Pero, cuando menos lo esperaba,
sintió un sonido muy cerca de él, tan cercano que parecía provenir de la misma
estancia. Se sentía inquieto, observado. El grueso libro que descansaba abierto
entre sus manos, se cerró con un golpe seco ante sus narices y sin ningún
movimiento por su parte. Soltó el libro como si éste estuviera quemando y cayó
al suelo con un fuerte golpe. Debido al impacto, se había levantado
bruscamente, como si estuviera a punto de huir de allí. Pero no iba a hacerlo,
aquel era su hogar, su territorio.
El fuego de la chimenea parpadeó,
varias chispas brotaron de la leña en el aire, como si alguien hubiera soplado
sobre las llamas, hasta que sin previo aviso se extinguió, dejándolo sumido en
la más densa oscuridad. Era como si algo o alguien no tuviera intención de
dejarle dormir. Como si intentase mantenerle despierto, alerta. Incluso su gato
parecía estar nervioso ante algo que sentía gracias a sus sentidos
desarrollados.
«Algo
no anda bien», se repetía una y
otra vez en su fuero interno.
Y, como si fuera una confirmación
a su pensamiento, segundos después, el farol que pendía de la puerta de su
cabaña, se apagó, dejándole más si cabe en medio de las tinieblas. A tientas,
buscó el candelabro que tenía para aquellas ocasiones, se atavió con una gruesa
chaqueta y se dispuso a salir, en compañía del felino y de una valentía
inesperada.
De pronto, se encontró en el
umbral de la puerta sin saber muy bien qué hacer o hacia dónde dirigir sus pasos.
Anduvo en silencio y sigiloso, como si él mismo también fuera un felino,
oteando todo lo que podía y agudizando sus sentidos al máximo. La densa niebla
y el sonido del aire, le impedían realizar su objetivo, pero siguió andando en
busca del misterio, a la caza de la nota no escrita.
Algo le azotó interiormente de
pronto. La sensación de que alguien le estaba observando en la distancia, como
observa y espera, paciente, el depredador a su próxima presa.
Las luces de los faroles que
alumbraban el camposanto, parpadeaban de manera intermitente. Aquel panorama no
le gustaba en absoluto. Hacía que su cuerpo padeciera escalofríos ante la
tétrica visión que contemplaba.
Presintió que había algo tras de
sí y se volteó con el pavor dominando su cuerpo. Pero no había nada, al menos
nada que él pudiera ver. Siguió vagando sin rumbo fijo de un lugar a otro, como
si fuera una perdida hoja de otoño que deambula mecida y dejándose transportar
por el cambiante viento.
Un nuevo sonido arrastrado por la
brisa llegó hasta sus oídos, era una especie de grito o de rugido que no
parecía ser producido por un ser humano. Asustado, petrificado por el terror
que inundó su cuerpo al escuchar semejante lamento gutural, quedó paralizado en
el lugar sin saber si huir de allí, gritar o acudir al lugar de dónde provenía.
Un fuerte golpe en la cabeza
seguido de la oscuridad le impidió decidir nada más.
Unos
agónicos minutos después, abrió los ojos poco a poco, sintiéndose entumecido
por el golpe. Aquel sonido infernal había cesado.
Sintió una gélida brisa
recorriendo su cuerpo, humedeciéndolo en aquel anormal frío. Un frío glaciar
que no sólo se encontraba helando cada parte de su cuerpo, sino que también
estaba instalado en lo más hondo de él.
Un nuevo escalofrío le recorrió
enteramente haciendo que su piel quedase erizada. Un muy leve sonido resultó
perceptible para sus oídos: nuevamente aquella chirriante nota inhumana que
parecía provenir del inframundo.
Aún en tensión, contempló la
verja de entrada, a sabiendas de que estaba cerrada a cal y canto. No había
nada. Miró hacia el lugar de donde creyó que provenía aquel inarmónico murmullo
pero algo apareció de pronto en el campo de su visión y quedó helado, incrédulo
y aterrado ante la aparición que sus ojos estaban contemplando: entre las
tumbas parecía escapar el atisbo de una sombra, suave, etérea como un suspiro.
Como si alguien quisiera abandonar el camposanto y se dispusiera a continuar
con su camino.
Otro sonido se hizo eco en la
noche, sumándose a aquella melodía desencadena: era el palpitar de un corazón
desbocado ante el desconcierto y el miedo a lo desconocido.