La noche finalizó con un paisaje extraño, aquel manto se fundía con el mal augurio que se cernía sobre nuestro hogar.
El cielo era un tétrico lienzo que representaba el más puro significado de la absoluta oscuridad. No había estrellas. No había nada. Ni siquiera la luna formaba parte de él, como si no quisiera ser testigo de lo que iba a acontecer.
De pronto, un sonido atravesó mi ventana salvándome de mi estado de inconsciencia. Era la lluvia, y su irregular golpeteo, fue justo lo que necesitaba para poder abrir la atrancada puerta que me encadenaba a mis negros pensamientos y escapar de ellos. ¡Huir!. Huir al ver que incluso el cielo lloraba.
El anterior mal augurio, me hizo comprender que era el momento, y, armada de un valor desconocido en mí, tomé su gélida mano entre el temblor de las mías. La besé, la acaricié con suavidad mientras las lágrimas corrían a sus anchas por mi cara. Le miré profundamente, contemplé
aquellos ojos negros en los que me sumergía como en un pozo sin fondo cada vez
que le miraba.
Faltaba poco, muy poco para que
todo terminara para siempre.
Sentía cómo su mirada perdía la luz que siempre transmitía, como su cuerpo estaba agotado y muerto en
vida, como sus palabras eran pronunciadas de una manera que me mataba el
corazón cada vez que lo hacía. Eran palabras sin vida. Era un poema desprovisto de cadencia. Era una música sin compás, sin letra.
Pero debía fingir estar bien cuando por
dentro moría de dolor, sonreír cuando tenía ganas de llorar, reír cuando en
realidad me gustaría gritar, ver oscuridad aun estando rodeada de luz, moverme cuando encogido está el corazón, ¡escapar! Escapar de este lugar sin más,
volar, desaparecer o tal vez despertar y descubrir que todo ha
sido irreal, pero sabes que eso jamás ocurrirá. Y afrontas la realidad como un golpe más.
—Te quiero —son las palabras que
pude pronunciar con la voz rota, no era capaz de expresar nada más, pues estaba
muriendo de dolor por dentro. Como si una lanza envenenada hubiera perforado mi
alma con la más brutal de las fuerzas.
—Siempre serás mi vida, esté
donde vaya a estar, princesa —me prometió.
Me encantaba cuando me llamaba
princesa.
Volvió a dirigirme su penetrante mirada negra, esta vez llena de
amor, mientras acariciaba mi cara a la vez que, con sus ya frágiles manos, limpiaba mis descontroladas lágrimas.
—Estaré siempre contigo, en tu
corazón, sea donde sea el lugar en el que estés. Yo estaré amándote,
cuidándote, velándote. Nunca lo olvides, mi vida.
Volví a mirar sus ojos azabaches
por última vez, mientras mi corazón lloraba, encogido, roto de dolor en el
interior de mi pecho vacío.
—Tu sonrisa es lo más bonito que
existe en este mundo, por favor, nunca dejes de sonreír —me imploró mientras me
miraba enternecidamente antes de marchar para siempre.
Accedí a su último deseo y, con
sumo esfuerzo, una pequeña pero cálida sonrisa, escapó por la comisura de mis
labios, aunque mis ojos, mi alma y mi corazón seguían amargamente llorando.
Me miró, suspiró y mientras tanto, sentí que moría de amor.
Su melódica voz se apagó para
siempre, me abracé fuertemente a su pecho mientras que su corazón dio el último
soplo, su último soplo de amor mientras el mío se retorcía en el más
horrible de los dolores.
Y entonces supe que jamás
volvería a mirar aquellos ojos tan negros como la oscuridad de la misma noche,
lugar donde se perdió mi etéreo rugido impregnado de dolor.
Fdo: tu princesa.